Después de la caída del Mundo Antiguo en Occidente, han sido varios
los intentos de reivindicar el poder simbólico del arte y su relación con la
vivencia colectiva de lo sagrado a través del mito. Dos de los más relevantes
fueron el Renacimiento italiano (entre los siglos XV y XVI) y el Neoclasicismo,
seguido por el Romanticismo europeo (durante el siglo XIX). El primero de
ellos, influenciado por el humanismo florentino, centró su esfuerzo en el
rescate (a través, principalmente, de las traducciones de Marsilio Ficino) de
textos filosóficos y herméticos que se habían perdido para la tradición
occidental. La mayoría de Diálogos platónicos, el Corpus
hermeticum, así como varios textos del
neoplatonismo alejandrino, trajeron a la Europa del Cinquecento un acervo
cultural y filosófico que la llevaría a encontrar en el pasado sus propias
raíces, además de una gran fuente de producción artística. El segundo, marcado
por el pensamiento filosófico idealista, se caracterizó por una «grecomanía»
imperante (la tendencia a buscar en el pueblo heleno modelos humanos y éticos),
que repercutió en el desarrollo de los cánones estéticos del arte «romántico»,
así como en las ideas filosóficas, no sólo de idealistas como Hegel, Kant,
Fichte o Schelling, sino también de figuras singulares como Nietzsche, cuyo eco
llegaría hasta el siglo XX. En ambos casos, la historia parece mostrar que el
ser humano, una y otra vez, ha sentido la necesidad de reencontrar su origen en
los elementos mitológicos que le son propios y de aprehenderlo a través del
estudio y la interpretación hermenéutica y filosófica del legado de la
antigüedad. Teniendo en cuenta la trascendencia que este período romántico tuvo
para el desarrollo del arte, nos detendremos un momento a reflexionar acerca de
algunos aspectos de ese último gran —y a nuestro modo de ver, inconcluso—
intento de construcción de una «mitología viva» a través del arte, con el fin
de entresacar elementos que aporten conceptos en el ámbito estético de la
actualidad.
El arte y la religión
En la Antigüedad, como es bien sabido, la línea imaginaria que
separa los ámbitos de la religión y el arte como esferas de valor de la
cultura, no estaba tan marcada. Por ejemplo, en un género artístico como la
tragedia griega encontramos innumerables elementos rituales, tantos más
numerosos cuanto más atrás en el tiempo: el concepto de «fiesta sagrada», la
procesión ritual, el altar del dios en el centro de la orkestra, etc. Asimismo, una
expresión religiosa tan neta del helenismo como el culto de Apolo, era impensable
sin la práctica de la música y la poesía de los peanes que revivían escenas
mitológicas del dios. Arte y religión estaban, pues, unidas por un concepto que
las superaba: el rito, la ceremonia, comprendidos como la «puesta en acción» de
determinados «símbolos vivos» que, en ambos casos, cumplían una finalidad
similar: la experiencia de lo sagrado; el reencuentro con la propia esencia,
con los demás seres, con la Naturaleza y con la divinidad. Ahora bien, si
tenemos en cuenta que, en uno de sus aspectos, el arte puede ser entendido como
el medio a través del cuál los símbolos religiosos cobran vida, expresando y
haciendo comprensible una realidad intangible a nivel racional, veremos que los siglos
posteriores a la Época Clásica (que abarcan gran parte de la Edad Media hasta
nuestros días) describen —salvo algunas excepciones— una creciente escisión de
ambas esferas, demarcada en gran medida por el racionalismo y la secularización
del mundo occidental. Dentro de este contexto no es, pues, extraño el hecho de
que uno de los ideales del Romanticismo consistiera precisamente en el anhelo
de restablecimiento de dicha unión originaria entre el arte y la religión.
Ya a finales del siglo XVIII el poeta alemán
Novalis lo formuló así: «Poeta y sacerdote eran uno al principio, y sólo en
tiempos posteriores se separaron (…) ¿Y no debería el futuro hacer renacer la
antigua condición?». El mismo Schiller traduce esta escisión al campo de lo
humano; según él los hombres modernos «hemos proyectado en los individuos la imagen
de la especie… pero rota en pedazos (…) Hasta tal punto está fragmentado lo
humano, que es menester andar de individuo en individuo preguntando e
inquiriendo para reconstruir la totalidad de la especie»1. Otros
escritos de este poeta, que apelaban a seguir los modelos éticos de los
griegos, sumados a las reflexiones de Schelling, que ponían de manifiesto la
necesidad de retornar a un pensamiento mitológico (en su Filosofía de la Mitología,
de 1842), así como el invaluable trabajo de investigación y catalogación de la
mitología germana, realizado por Jakob y Wilhelm Grimm, derivarían en la
necesidad colectiva de «dar vida» nuevamente a figuras mitológicas.
No obstante, este anhelo no estaba exento de
una cierta dicotomía en su relación con la institución religiosa. Al respecto,
escribía Schiller a Goethe: «Virtualmente encuentro en la religión cristiana
todas las tendencias a cuanto hay de más sublime y noble; en cuanto a las
diferentes formas que asume en la vida, me parecen tan repelentes (...) sólo porque
no constituyen sino erróneas representaciones de lo que en ella hay de sublime»2.
En su reflexión percibían los primeros románticos la escisión de ambas esferas
de la cultura, así como el natural anquilosamiento del poder simbólico que toda
religión puede sufrir con el paso del tiempo. También Richard Wagner, alentado
por la lectura atenta del libro de Schelling, se hacía eco de este pensamiento
al afirmar que cuando una religión se hace artificiosa, «está reservado al arte
el salvar el núcleo sustancial, penetrando los símbolos míticos»3.
En suma, vemos en todas estas «voces» un
ambiente renovador que, ante la imposibilidad de transfigurar las formas
religiosas, quiere ver en el arte una nueva forma de religión. Las condiciones,
aparentemente, estaban dadas para que surgieran «nuevos profetas», y para que
las artes y sus creadores hicieran la gran obra de redención del género humano.
En tal punto de los acontecimientos, entró una figura polémica y arrolladora en
escena: el joven Nietzsche. Para entonces, frecuentaba la compañía de Wagner y
antes de sacar a la luz su primer libro4, había pasado muchos días
al lado del músico, reflexionando sobre el destino del pueblo alemán. A juzgar
por el pensamiento del Wagner de aquella época y las osadas tesis que el joven
filólogo publicaría poco tiempo después, podemos imaginar que en sus
conversaciones ocupaba un lugar muy importante el futuro de Europa como
simiente para una nueva humanidad. Y es un hecho significativo que en el centro
de la discusión estuviera la tragedia griega como modelo para un nuevo arte: el
drama alemán. Pero este no se trataba sólo de un proyecto artístico, sino de
una especie de nueva puesta en escena del «dionisismo», del más puro espíritu
de la religiosidad griega, esta vez trasladada a una mitología local, con
dioses y héroes germanos. La obra de arte que nacía, de nuevo a partir del seno
de la mitología, debía convertirse, a su vez, como una forma de «religión».
Nietzsche, en su libro, habla claramente de una nueva «edad trágica» para el
espíritu alemán, de un retorno a la «fuente primordial de su ser», inspirado en
la «alta gloria» de un pueblo, el griego, al que necesitarían más que nunca
ahora que estaban «asistiendo al
renacimiento de la tragedia»5. Así,
entre el fructífero ambiente artístico y la benévola sustentación filosófica,
nacía para Alemania (y, con ella, para Europa) el nuevo concepto de lo trágico.
Como si se tratase de un poietes, de un «creador» de mitos de la Antigüedad, Wagner forjó una
«nueva mitología» a partir de leyendas germanas de la Edad Media (Tannhäuser, Parsifal, Lohengrin, etc.),
enlazadas con mitos nórdicos pertenecientes a los Eddas (El anillo de los Nibelungos).
El mito en escena
No ahondaremos ahora en el estudio de las obras wagnerianas ni en
su indudable repercusión artística y estética. Seguiremos, sin embargo, el hilo
nuestra reflexión destacando el siguiente hecho: a la luz de la numinosidad (es decir el
«poder arquetípico») que ostenta per
se una figura mítica, el acto de poner en escena
símbolos colectivos tan poderosos como, por ejemplo, dioses del antiguo panteón
nórdico (Wotan, Frigga, Thor, etc.), o héroes medievales «semidivinos»
(Lohengrin, Parsifal), podría tener una trascendencia ontológica equivalente a
la que tuvo la tragedia griega, en tanto acto cercano al ritual. Sin embargo,
nuestra visión en perspectiva de más de un siglo nos permite concluir que ni la
«obra de arte total» wagneriana, hija de todos los anhelos de utopía estética
del romanticismo, ni las figuras divinas que ella encarna, han tenido el
alcance religioso
que se esperaba, no obstante haber mantenido intactos sus rasgos psicológicos y
su influencia «catártica». Hoy en día podemos asistir a una representación del Anillo wagneriano y
constataremos que la aparición en escena del dios Wotan no causa en el público
ese efecto de «terror sagrado» ante el mysterium tremendum
que sentía el ateniense al ver al imponente Zeus; o la figura de Frigga, que
encarnaba uno de los aspectos de la ancestral Diosa Madre, difícilmente
despertaría en nuestros espectadores modernos el amor y la devoción que un
griego medio profesaba por Atenea o Deméter.
Y aquí llegamos al planteamiento central de
nuestro análisis: la idea de que la
representación artística no puede sustituir al acto religioso, pues es, en su aspecto ideal, una expresión visible
del sentimiento místico, un medio a través del cuál el hombre puede acceder a una vivencia
religiosa, mas no una vía
religiosa en sí. Asimismo, los símbolos que
utiliza una representación artística (sean cuales sean) producen un efecto
religioso o «místico» en el público, sólo en la medida en que éste tenga un
vínculo cognitivo y, principalmente, afectivo, devocional y tradicional con
aquellos. Su efectividad depende, pues, del mito como un acto vivo,
sustentado por la fuerza activa y constante de la práctica religiosa. Así, por
ejemplo, lo que movía al griego en su vivencia «mística» era un profundo
sentimiento sagrado de amor y devoción hacia los dioses, aquellas fuerzas de la
naturaleza, la vida y el cosmos, que representaban de forma ideal (W. F. Otto).
Estamos, pues, en pleno, ante los síntomas de
un mundo «desmitificado» o «desmagificado» (M. Weber), en el que nuestra
«conciencia mitológica» y poder imaginativo ha menguado sustancialmente frente
al de nuestros antepasados (C. Jung), y en el que prolifera el culto a nuevos
mitos «descralizados» (M. Eliade) como el «tumulto solidario del deporte, o el
fanatismo de las manifestaciones políticas» (H. G. Gadamer)6. Se
plantea, entonces, la inevitable pregunta: ¿Podremos (o querremos) algún día
revertir el proceso histórico que nos alejó de aquel origen que, una y otra
vez, parecemos buscar? ¿No estaremos ahora, de nuevo, allí en ese punto
indefinido de los ciclos históricos en el que la voz de nuestra conciencia
colectiva (que muchos filósofos y pensadores ya vienen escuchando y poniendo en
palabras desde hace décadas) parece llamarnos a hacer un alto en la vertiginosa
carrera hacia el «progreso» material y tecnológico, y a echar mano del legado
del pasado para «salir del vórtice» y retomar de nuevo la evolución, esta vez
desde un punto de vista más humano y espiritual? En respuesta a estos
interrogantes, quizá nuestra presente generación de artistas deba ser aún más
osada que los románticos, y tomar como fuente de sabiduría no sólo a los
griegos sino a todas las grandes culturas que han existido (Egipto,
Mesopotamia, China, la India), y en cuyo modelo civilizatorio el arte y la
religión han estado, fieles a la naturaleza que les es propia, en función de un
fin único: la evolución moral y espiritual del hombre. Y así, si Wagner, el
hijo del romanticismo, sostuvo en su momento que «un verdadero arte sólo puede
florecer en el terreno de un verdadero hábito moral», que nosotros, en la
aurora del nuevo milenio, podamos decir que «un arte verdaderamente nuevo sólo
puede nacer en el seno de un mito vivo, de la vivencia real de lo Sagrado».
NOTAS:
[1] Schiller, Friedrich. Über die ästhetische Erziehung des Menschen (En: Escritos sobre estética. Ed.
Tecnos, Madrid, 1991. Pág. 112.
2 Citado por
Wagner: R. Wagner, Religión y Arte. (En Sämtliche Schriften und
Dichtungen, Band X, C.F.W. Siegel, Leipzig, 1871.)
3 R. Wagner, Religión y Arte.
(En Sämtliche Schriften und Dichtungen, Band
X, C.F.W. Siegel, Leipzig, 1871.)
4 El Nacimiento de la Tragedia.
5 Nietsche,
Friedrich. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza
Editorial, Madrid, 2007. (pag. 168)
6 Gadamer,
Hans Georg. Mito y Razón. Paidós
Studio, Barcelona, 1997. Pág. 61.
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