El arte, en uno de sus aspectos, constituye una vía de
expresión de imágenes con las que el hombre puede explicar y comprender el
mundo. La contemplación y reflexión en torno a la creación artística de una
cultura suele revelar matices sutiles de la naturaleza humana que permanecen
ocultos incluso a la más rigurosa indagación científica. Cuando observamos, por
ejemplo, una escultura, sale a nuestro encuentro un silencioso canon estético
que «legisló» la obra desde su concepción. Un conjunto de sentimientos y
saberes individuales y colectivos que encierra el gesto grabado en la piedra;
una forma que nos descubre un rasgo profundo
del ser. Asimismo, la pintura siempre
ha sido objeto de meditación, no sólo estética, sino también filosófica. Su
máximo interés y desafío reside en la indisoluble paradoja que subyace a su
esencia: plasmar una figura tridimensional en el plano, o, más aún, encerrar en
la «cárcel» de la bidimensionalidad la compleja esfera de acciones, emociones y
vivencias en la que se desarrolla la existencia humana. De esta manera, en el camino que elige el
pintor (en tanto portavoz, también, de su tiempo) para solventar esta paradoja,
podemos encontrar también la vía que nos conduce al fundamento de una
determinada cosmovisión.
¿Qué
tienen, pues, en común la pintura y la cosmovisión? Todo. Esta última palabra[1]
designa una «visión del mundo», una forma de ver la realidad[2].
En ambas encontramos dos elementos comunes que determinan su esencia: el sujeto
que observa y el punto o «centro» desde
donde observa. De la visión del pintor a partir de un punto determinado surge
el «cuadro» (sea un lienzo, un fresco, o una representación rupestre); de la
contemplación de la realidad desde un centro establecido surge una imagen del
mundo (Weltbild)[3].
En conclusión, podemos decir que en el ser de la obra yace oculto el poder para
desvelarnos un aspecto de la imagen total del mundo, para hacernos intuir, en
el acto de contemplación, el espíritu de una época.
Imágenes del mundo
Como es de suponer, la imagen del mundo ha cambiado a
lo largo de la historia. Cual si se tratase de la escenografía para el Theatrum Mundi de nuestra civilización,
va condicionando e inspirando la actividad del hombre, así como las distintas
formas de pensamiento de una cultura: sus expresiones religiosas, científicas y
artísticas. Pero ¿qué es lo que, a su vez, origina ésta u otra imagen del mundo?
Siguiendo con la analogía visual, podemos decir que el surgimiento de una
imagen del mundo está determinado por el centro
desde donde se percibe la realidad, por el «lugar» a partir del cual se
proyecta el «telón de fondo» de la existencia. Este «punto de visión» colectivo[4],
que se enriquece a lo largo de la historia por todo el acervo cultural y
espiritual de un pueblo, suele ser inicialmente establecido por un individuo o
grupo de individuos pensadores, sabios y filósofos, o, como en la antigüedad, por
héroes civilizadores, reyes semidivinos o los mismos dioses. Constituye,
asimismo, el núcleo de imágenes (a veces míticas y simbólicas, a veces históricas
y racionales) que se le trasmiten al hombre desde su niñez para que pueda comprender
su entorno y la realidad de su propia existencia.
Ya que
en todas las grandes civilizaciones de la historia ha existido un «centro», un
«lugar» de la conciencia colectiva que actúe como punto de visión de lo que se
considera real, es preciso creer que también nuestra cultura moderna lo tenga.
Pero ya que, paradójicamente, uno de los rasgos esenciales del momento actual es
justamente la «ausencia de centro», es decir, la carencia de un ideal colectivo
que impulse al hombre a actuar por encima de
su propia visión de la realidad, quizá sea útil primero reflexionar sobre
la forma como, en otras épocas, se concibió la idea de «centro».
Siguiendo
el hilo de la analogía con la pintura planteado inicialmente, dirijamos nuestra
atención al arte del pasado… Tomemos, por ejemplo, el arte pictórico egipcio. A
primera vista, nos encontramos con representaciones que aparecen al juicio del
observador moderno como «primitivas». En algunos tratados de arte antiguo de
hace algunas décadas era posible encontrar comentarios acerca de su
«desconocimiento de la perspectiva», de la representación «dislocada» de la
figura humana y la «irreal» yuxtaposición de objetos. Por suerte, dichas
observaciones han sido pacientemente corregidas por el minucioso trabajo
egiptológico de los últimos cincuenta años. Estas características peculiares de
un arte, claro está, muy diferente al nuestro, dejan al descubierto otra
esencia mucho más profunda de su visión del mundo. En un canon enfocado
principalmente a la expresión de símbolos colectivos, y que no busca la realización
de la percepción individual del artista, la elección de diferentes «puntos de
vista» obedece a la necesidad de plasmar el ser
de las cosas[5]. Se trata de la correspondencia
artística de lo que H. Francfort denominaría la «multiplicidad de enfoques»[6].
Con este término, el célebre egiptólogo esclarecía la tendencia de los egipcios
a explicar la realidad a través de varios mitos, todos, claro está,
fundamentados en principios metafísicos unitarios. El centro de la cosmovisión
egipcia, así como es el caso de la mayoría de culturas de la antigüedad, se
funda en la imagen de un universo compuesto por las esferas de Cielo, Tierra e Inframundo.
Al estar unidas estas tres dimensiones por un «eje» o axis mundi, el egipcio antiguo no sólo entiende su ser-en-el-mundo
como una instancia temporal dentro de un constante ciclo de
vida-muerte-renacimiento (como lo observaba en la naturaleza o en el curso
simbólico del Sol), sino que concibe al mundo celeste (junto con los dioses y
fuerzas cósmicas) como algo cercano y presente. Para él la vida en la tierra es
real en la medida en que está
interpenetrada por la sacralidad de lo divino. Esto explica una visión total
del ser que diluía los límites entre
religión, magia y arte. Es este eje o centro
el que, sin duda, actúa como «punto de visión» a la hora de concebir el
artista su obra. Se trata de una especie de «holocentrismo», es decir, «el
centro en la totalidad»[7],
que, aunque parezca una paradoja, constituye el fundamento de la visión antigua
del arte y del mundo.
Dentro
de esta breve reflexión histórica, cuyo marco no nos permite ser muy
exhaustivos, la cultura griega juega un papel relevante. Al analizar la
cosmovisión de un pueblo, en cierta manera, se hace necesario plantear una
«ontología del sujeto», es decir, describir la forma como el individuo (en
tanto ser-que-observa-el-mundo) ha sido concebido a lo largo del tiempo. Al
hablar de Egipto, y de las cosmovisiones «holocéntricas», destacábamos la poca
importancia que se le confiere al yo, a lo individual; hecho que se refleja en
la actitud anónima del artista que no busca plasmar su visión, y cuya obra tampoco está pensada teniendo en cuenta la
posición del que la va a contemplar. En Grecia, aunque aún se mantiene el
concepto de «centro»[8],
encontramos ya una forma diferente de representación artística. Por primera vez
(hecho que ya condenaba Platón en varios de sus Diálogos), se hace una concesión al sujeto que observa la obra. En
la realización de la escultura no sólo se aspira a captar el ser de tal o cual
dios, la realidad de esta o aquella cualidad humana, sino que se piensa también
en función del sujeto que la contemplará (aiesthesis). De aquí surge todo un estudio del aparato
visual que derivará en las diferentes correcciones ópticas que rodean la
arquitectura y escultura griegas. Ictino y Calícrates,
constructores del Partenón, diseñaron
columnas curvadas hacia el centro, no equidistantes, y más
anchas en las esquinas, así como un frontón arqueado y un estilóbato
ligeramente convexo, con la finalidad de presentar al ojo contemplativo una
totalidad armónica. También es legendaria
la ligera deformación que Fidias le otorgara a su Atenea para «corregir» la
reducción visual producida por la altura[9].
Asimismo, como demostró E. Panofsky[10],
la pintura helenística ya conoció una forma de «perspectiva», en el sentido de
una búsqueda de profundidad y una reorganización del espacio entorno a un eje
vertical actuando como centro perspectivico. Sin embargo, aunque se trata de
claras concesiones a la posición del observador, todas estas representaciones
siguen, aún en la Edad Media, un sino común: el tratamiento del espacio como
dimensión simbólica, no matemática o sistemática.
A
grandes rasgos, podríamos decir que a lo largo de la Edad Media la
identificación de Dios con la idea de Ente Supremo crea los fundamentos para
una imagen del mundo teocéntrica. Aunque
esta breve definición no pueda hacer justicia a mil años de historia en los que
el pensamiento filosófico-cristiano fue construyendo una compleja visión del
mundo, al menos nos sitúa ante un hecho: el ser, en tanto presencia de lo
divino y real, que en la Antigüedad es concebido y percibido como algo
consustancial e inmanente a nuestro mundo, se abstrae a una forma trascendente,
lejana y elevada. Esta imagen constituye una clara escisión y radicalización de
la «diferencia ontológica» (es decir entre el ser y su manifestación) que, en
general, fue ajena al hombre antiguo. Sobre este presupuesto metafísico se
asienta un arte como el gótico, en cuyo fundamento se concibe el espacio como
dimensión simbólica y la luz como materialización de lo divino[11].
La creación de los interiores en las catedrales, en las que domina una luz
filtrada por las vidrieras, evade aún cualquier referencia objetiva al espacio
real, propiciando una atmósfera de ingravidez y elevación. Las pinturas,
impregnadas también de simbolismo, evitan cualquier referencia al espacio
natural, a la realidad, que remita al observador al terreno de lo profano. En
suma, el arte gótico desprecia la composición en referencia a un solo punto de vista, anulando
cualquier posible visión individual tanto del artista como del espectador[12].
La visión moderna del mundo
Llegamos, tras esta breve reflexión, a la Edad
Moderna, período de «madurez racional» de la cultura occidental. Esta nueva
etapa de la historia centra sus esfuerzos en «el dominio técnico de la
naturaleza mediante el desarrollo de la ciencia»[13],
para posibilitar «la invención de una infinidad de artificios» con el fin de
gozar «sin ningún trabajo» de los beneficios de la tierra, y para mejorar «la
conservación de la salud», como mayor bien del hombre[14].
El rasgo que la caracteriza es «una actitud que no mira ya al pasado para
reactualizarlo en el presente, sino que vive con entusiasmo las posibilidades
de futuro»[15].
Con esta definición, es apenas claro que esta drástica transformación de la
imagen del mundo, de la concepción de la realidad, presuponga un cambio del
centro o punto de visión que imperaba hasta entonces. ¿Qué instancia decisiva
operó dicho cambio? Sin duda alguna, la visión moderna de la existencia se
sustenta en el presupuesto filosófico de Descartes (el ego cogito) que sitúa al sujeto como observador omnipotente del
mundo que le rodea. La deificación de la razón como principal vía de
conocimiento, y del yo como agente de dominio sobre la naturaleza y el entorno,
creó el fundamento para el posterior despliegue de la era racional-científica.
Aunque
este momento «gozne» en el pensamiento occidental parezca, a primera vista,
reposar en la actitud asumida ya por el hombre renacentista, es importante
demarcar los presupuestos metafísicos que motivaron el humanismo. En su origen,
el proyecto humanista había logrado situar al hombre entre el cielo y la
tierra, entre los dioses y las bestias, para devolverle su dignidad y
conferirle el poder de crear y modelar su destino. En analogía al arte, esta
posición, que le otorgó al uomo de
nuevo la confianza para investigar el mundo al margen de los dogmas cristianos,
fue a su vez el punto de partida para el descubrimiento de la perspectiva. La
creciente visión matemática y realista de la naturaleza hizo posible la
creación de un sistema. Alberti, (y posteriormente también Da Vinci y Durero)
experimentó con la focalización del punto de visión, definiendo la pintura como
«intersección de la pirámide visual»[16].
Se configuraba así una renovada imagen de la realidad que «satisfizo la nueva
identidad del hombre como sujeto central de su mundo, que podía contemplar y
comprender, controlar y gobernar racionalmente»[17].
Desde este enfoque, bien podríamos afirmar que el cambio de visión del mundo se
auguraba ya con el operar de estas transformaciones. Sin embargo, aunque a
partir del Renacimiento se pueda contemplar al hombre como «centro» y concebir
la perspectiva «como una sistematización del mundo externo» o «como la
expansión de la esfera del yo»[18],
es preciso matizar que el proyecto humanista no concibió al hombre como un sujeto de dominio. Las aspiraciones
principales de los impulsores de la era renacentista se centraban en formar al
hombre en toda su humanitas para despertar
su conciencia de inmortalidad y en reactualizar su acervo filosófico para potenciar
su despliegue espiritual. El «yo ideal» que proyectaron era un ser consciente
de su unión con la naturaleza y demás seres vivos, ávido de conocer los
misterios de la creación sólo en función de comprender la complejidad de la esencia
humana y la dimensión trascendente de la existencia.
Así,
pues, el sujeto cartesiano es, sin duda, de diferente índole que el uomo universale, y que el hombre (en
tanto «centro de la existencia») pensado por Ficino y Pico della Mirándola[19].
Pues su presupuesto metafísico entronca con una característica propia de
separatividad y escisión con respecto a la naturaleza y a «lo otro», como
objeto. Sólo de un sujeto separado de
su realidad circundante puede surgir una ciencia cuyo fin histórico se nos
desvele (ya al final de la era moderna) como poder de dominio e
instrumentalización de la naturaleza por el hombre y, en última instancia, del
hombre por el hombre[20].
Al respecto, dos frases de E. Schrödinger ilustran un aspecto de la esencia de
la ciencia moderna como destino histórico:
La mente ha construido el
objetivo mundo exterior fuera de su propia sustancia. La mente no ha podido
abordar esta gigantesca tarea sin el recurso simplificador de excluirse a sí
misma, de omitirse en su creación conceptual. De donde se deduce que tal
creación no contiene a su creador[21].
Tal es la razón de que la
visión científica del mundo no contenga, en sí misma, valores éticos ni estéticos,
ni una palabra acerca de nuestra finalidad última, o destino, y nada de Dios,
si lo prefieren[22].
Es un
hecho que el mundo que hemos creado está fundado tan sólo en una de las posibles formas de ver la realidad. Cual escultores, hemos seguido un modelo determinado a partir de un
pensamiento. Y ahora, al final del destino de este «proyecto», comprobamos que,
a partir de la imagen de un «yo» separado de «lo otro»; de un sujeto que ve la
vida y todo lo que contiene, como objeto; de una individualidad creciente que
amenaza con destruir lo que tiene el hombre de colectivo, sólo puede moldearse
un mundo egoísta, desprovisto de valores éticos y estéticos, en el que únicamente
lo que se pueda medir o pesar tiene realidad
tangible, en el que las Ciencias del Espíritu sobreviven como extrañas e
indeseables huéspedes.
A la
luz de esta idea, tampoco ha de sorprendernos que ya desde Hegel se haya
augurado la «muerte» del arte, y que, cuanto más avance la Modernidad, más se
«estetice» la existencia en detrimento de la esencia de la obra como elemento
que nos remite a algo trascendente. La funcionalización e instrumentalización
de los procesos artísticos, relacionadas con la industrialización de la vida,
traen consigo una pérdida constante de esencialidad, pues el mismo espíritu de
progreso que tecnifica y masifica el arte como
producto, le sustrae a este su poder ontológico de irrepetibilidad e
intemporalidad.
El «destino» del sujeto moderno
Sería muy triste y desesperanzador comprobar que nuestra
civilización moderna estuviera irremisiblemente abocada a aceptar ese
presupuesto cartesiano como único destino histórico. De ser así, al planeta
probablemente no le quedarían muchos decenios de vida; pues la proyección a
futuro de la actitud esencial de la Modernidad (en tanto diferenciación de
sujeto y objeto) nos llevaría, primero, a agotar al planeta-objeto como
«despensa» de recursos, y luego, cuando esto suceda, a destruir «al otro» por erigirse
en una creciente amenaza contra las propias
necesidades. Pero ¿qué panorama nos encontramos en el siglo XXI? Aparentemente
hemos asistido en la última centuria a la destrucción de no pocas instancias de
la vida humana. Dos Guerras Mundiales, revoluciones sociales, ruptura de
paradigmas científicos, disolución de los cánones estéticos, fragmentación,
absurdo, agnosticismo y escepticismo son apenas algunos ejemplos de las
transformaciones que operaron a lo largo del siglo en todas las esferas de la
cultura. Si esto es así, ¿habría alguna razón para ver el futuro de forma
optimista? La clave para una perspectiva de futuro quizá pueda deducirse, si
seguimos la analogía, analizando el destino del sujeto moderno.
Si
tomamos el concepto filosófico de «destino» (ya señalado por Heidegger) como un
«proyecto», es decir, como una meta colectiva que se traza la humanidad para
cumplir su finalidad histórica, debemos aceptar que el destino del sujeto
cartesiano (que funda la Modernidad) debe primero cumplir su «final proyectado»
antes de ceder paso a otra visión, a otro camino histórico que emprenda nuestra
civilización, guiada por una nueva imagen del mundo. Pero si la esencia
metafísica del ego cogito se
fundamenta en la división primordial del sujeto, con respecto al objeto,
podríamos decir que el «destino» de ese sujeto se consumará en la medida en que
tome conciencia de su radical separación, es decir, en el momento en que,
completamente desarrollado en la plenitud de su individualidad, el sujeto reconozca
la ilusión de su «yo» separado de «lo otro» y destruya la aparente realidad
que lo erigió como tal.
Es ésta
la imagen del mundo que se viene formando desde principios del siglo XX, cuando,
a la vista de las observaciones de la física cuántica, empezó a desmoronarse la
«misteriosa frontera que separa al sujeto del objeto»[23].
Sin embargo, esta es apenas la constatación científica de una «disolución» del
sujeto que ya anunciaría poéticamente Rimbaud[24],
filosóficamente Nietzsche[25],
en el campo de la psicología profunda Freud[26],
y que las recientes investigaciones neurocientíficas de R. Llinás, apuntando al
«yo» como una construcción ilusoria del cerebro, han confirmado[27].
Ahora
bien, ¿qué nos dice el arte moderno acerca del sujeto? Si tomamos como
referencia el paradigma de la perspectiva como «centramiento del sujeto» (es
decir, como representación pictórica de la realidad a partir de un punto subjetivo), lo que nos muestra el arte desde
el impresionismo y, sobre todo, en los inicios del siglo XX es una creciente
ruptura de la perspectiva o, lo que es lo mismo, un descentramiento paulatino del sujeto. Desde este enfoque, los
alcances de la abstracción pueden considerarse visionarios, pues tanto el
cubismo como la ruptura del figurativismo, constituyen en ese sentido intentos
de una des-subjetivización de la percepción estética, de una inclusión de la
esfera de lo trascendente. Y sin embargo, el hecho de que la novedad (signo inequívoco
de la era moderna) siguiera rigiendo las tendencias artísticas, y que la
creación esté cada vez más dominada por las marcadas peculiaridades del
individuo, es una clara señal de que el sino cartesiano aún no ha sido superado del todo.
¿Una nueva «imagen» para el siglo XXI?
A partir de este panorama, podemos afirmar que para la
construcción de un futuro viable para la humanidad es imprescindible la
conformación de una nueva imagen del mundo, de la cual nazca una respectiva
cosmovisión. Hemos visto que la visión del mundo cambia según los modelos que construyen
las culturas: «holo-centrismo», «teo-centrismo» o «antropo-centrismo»… Pero ¿dónde
se deberá situar el «centro» de nuestra civilización actual? En la presente
hora parece cobrar cada vez más importancia la alteridad, la pluralidad, la
colectividad. Y aunque no se hable exactamente de valores, se intuye ahora el
resonar natural del péndulo de la historia que reclama una diferente realidad
para el hombre. Todos estos son, sin duda, signos que presienten la aurora de
una nueva época. El sujeto, hastiado de «yoismos», de «dominio», de «control»
sobre los otros, empieza ya a aborrecer esa desolada cárcel de egoísmo que con su
propio esfuerzo levantó, a reconocer la irrealidad de su «yo» y, a la vez, la
grandeza de su espíritu. Tal vez por eso, nunca antes en la historia de
Occidente fue tan necesaria una nueva ética y una educación que desarrolle en
el ser las potencialidades que lo hermanan con algo superior, con su esencia
más trascendente y espiritual.
Las
teorías positivistas del siglo XIX describieron la historia de la humanidad
como una evolución del hombre en función de la conquista de su mayoría de edad, en tanto sujeto racional.
Sin embargo, la experiencia de siglos nos hace más bien pensar que, a lo sumo,
apenas nos encontramos atravesando la desagradable y delicada etapa de
adolescencia. La historia moderna, vista desde este breve planteamiento, ha
implicado una «conformación», «entronización» y «disolución» del sujeto
racional. Quizá, después de esto, la experiencia nos faculte ya como humanidad
para superar el juego de la razón,
para cuestionar los dualismos de la mente y para dudar, metódicamente, de la
aparente realidad de nuestro «yo». Tal vez esta sea la era en la que el hombre centre su mayor esfuerzo en los logros
inmateriales pero trascendentes, en la conquista de sus instintos más atávicos,
en el dominio de las facultades superiores de la conciencia; quizá, entonces,
alcancemos una «mayoría de edad» en relación con nuestra razón, y consigamos,
por mérito propio, la verdadera imagen de dignidad que los renacentistas
soñaron para el hombre.
Nuestro
siglo probablemente vea nacer una nueva visión de la realidad. Y aunque es
difícil saber dónde estará el «centro» de la civilización futura, sólo tenemos ahora
una certeza: la nueva imagen del mundo deberá proyectar al ser humano muy por
encima de la limitante y limitada esfera de su «yo».
[1] Del
alemán Weltanschauung (Welt= «mundo» y Anschauung= «visión»).
[2] Una «idea
del mundo», que puede ser individual o colectiva, trascendente o profana,
constituye el pilar sobre el que, de forma consciente o inconsciente, el hombre
estructura su escala de valores y, por ende, su experiencia vital.
[3] Cuadro e imagen del mundo pueden ser concebidos aquí bajo un mismo concepto
metafísico, el de ειδος («idea», «imagen», «visión», «aspecto») que, en tanto arquetipo o
imagen primordial, conforma el modelo ideal hacia el que el hombre conduce su
acción (artística o existencial).
[4] «Punto»
que, a la luz de los estudios realizados por la moderna antropología y
psicología del inconsciente, coincide con el «centro-conciencia» del hombre.
[5] En la
representación de la figura humana, por ejemplo, se escogían los ángulos de
visión que mejor trasmitiesen la esencia de la persona: rostro en perfil, ojo
de frente, brazos y piernas de lateral y hombros de frente. En el caso de las
pinturas que recrean numerosos objetos (mesa de ofrenda, paisajes) se evitaba
la superposición, intentando reflejar la totalidad de los elementos presentes.
[6] Henri Francfort, La religión del antiguo Egipto. Barcelona: Ed. Laertes, 1998.
[7] Es decir, una visión del mundo fundada a
partir de la esencia trascendente de las cosas, de su relación con la
totalidad.
[8] Reflejado,
por ejemplo en el símbolo del «Omphalos»
u «ombligo del mundo», a partir del cual, según cuenta el mito, surge la
totalidad de la creación.
[9]
Hecho que encontraremos, de forma aún más marcada, en el David de Miguel Ángel.
[10]
Erwin Panofsky, La perspectiva como forma simbólica. Barcelona:
Tusquets Editories, 2010.
[11]
La luz, considerada como un símbolo de Dios, establece un orden entre los
hombres y, por ende, constituye una posibilidad de ascensión hacia lo divino (Víctor N. Alcaide, La Luz, símbolo y sistema visual. Madrid: Ediciones Cátedra, 1981. Pág.
74).
[12]
Víctor Nieto Alcaide, Op. cit. Pág. 62
[13]
Diego Sánchez Meca, Diccionario de Filosofía. Madrid:
Aldebarán Ediciones, 1996.
[14]
René descartes, Discurso del método.
Madrid: Alianza Editorial, 2006. (Cap. VI)
[15]
Diego Sánchez Meca, Op. cit.
[16]
León Battista Alberti, De la pintura y otros escritos sobre arte.
Madrid: Editorial Tecnos, 2007.
[17]
León Battista Alberti, Op. cit. (Pág. 24)
[18]
Erwin Panofsky, Op. cit. (Pág. 49)
[19]
Esta afirmación se apoya en la naturaleza misma del «sujeto» ficiniano, cuyo
centro de acción (de haber sobrevivido el Renacimiento) se habría encaminado
principalmente hacia el desarrollo de sus potencialidades espirituales, a
través de la «magia natural», y no del despliegue único de la razón como objeto
de dominio y poder científico-técnico.
[20]
De hecho, como ya anunciaría Heidegger, sólo donde se concibe el mundo como
imagen puede darse una imagen del mundo. Es decir que sólo en la Modernidad (y
no otra época), por ser el único momento histórico en que el hombre se
convierte en «espectador», aislándose de la totalidad, puede él contemplar el
mundo, desde fuera, como imagen. (Cfr.
«La época de la imagen del mundo» en Caminos
de bosque. Madrid: Alianza Editorial, 2010. Pág. 74).
[21]
Erwin Schrödinger, Mente y materia. Barcelona: Tusquets
Editores, 2007. (Págs. 60, 61).
[22]
Erwin Schrödinger, La naturaleza y los griegos. Barcelona:
Tusquets Editores, 2006. (Pág. 127).
[23]
Erwin Schrödinger, Mente y materia… Op. cit. (Pág. 68).
[24] «Yo es otro». En la Carta de Arthur Rimbaud a Georges Izambard. Charleville, mayo de 1871.
[25]
«El yo (…) se ha convertido en fábula,
en ficción, en juego de palabras». En El ocaso de los ídolos. Madrid: Edimat
libros, 2003. (Pág. 74)
[26]
Refiriéndose al descubrimiento de la dimensión del inconsciente: «El hombre ni
tan sólo es dueño y señor de su propia casa: en su interior hay fuerzas
impulsivas que gobiernan su voluntad y que él desconoce, sólo tiene información
escasa y fragmentaria sobre lo que pasa fuera de su conciencia en la vida
psíquica». En Introducción al
psicoanálisis. Madrid: Alianza Editorial, 2007.
[27]
Rodolfo Llinás, El cerebro y el mito del yo. Bogotá:
Editorial Norma, 2002.
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