2 de septiembre de 2016

NICÓMACO DE GERASA, breve resumen de su vida y obra

Por: Fuensanta Garrido Domené

CRONOLOGÍA
Nicómaco de Gerasa (© Matthias Kabel)

·   Nombre: Nicómaco de Gerasa (Nicomachus Gerasenus, Νικόμαχος ὁ Γερασηνός).
·   Lugar y fecha de nacimiento: Gerasa, ca. 80 a. C.
·   Lugar y fecha de muerte: ca. 140 ó 150 d. C.

DATOS VITALES O HECHOS RELEVANTES

De familia presumiblemente adinerada, fue en su Gerasa natal donde Nicómaco comenzó su formación desde una edad muy temprana, trasladándose posteriormente a Alejandría. Sin embargo, no fue desconocedor de la influencia de otros importantes y prestigiosos focos de cultura de la época, como Atenas, Rodas, o Tarso. Aunque no tenemos ninguna prueba certera ni testimonio que verifique que hubiera estudiado y vivido allí, se presupone que fue en Alejandría, la sede más famosa del Neopitagorismo, donde Nicómaco entró en contacto con esta corriente de pensamiento, haciendo de ella y de sus “herramientas” matemáticas el eje de su mundo y su principal fuente de inspiración.


OBRAS


OBRAS CONSERVADAS:


Un manuscrito medieval de la
Introducción a la aritmética
  • Introducción a la aritmética (Ἀριθμητικὴ εἰσαγωγή), en dos libros conservados íntegramente, muestra toda o casi toda la teoría de los antiguos pitagóricos relativa a la naturaleza y proporción de los números, desarrollando las tendencias neopitagóricas en sentido de mística numérica. En ella se evidencia el Neopitagorismo nicomaqueo con el neoplatonismo, concretamente con el del Timeo.
  • Manual de harmónica (Ἀριθμητικῆς ἐγχειρίδιον), en doce capítulos. Es el único escrito completo conservado entre el periodo que va desde las obras harmónicas de Aristóxeno de Tarento y de Claudio Tolomeo. Esta obra en forma de carta y dedicada a una dama anónima, versa sobre conceptos fundamentales del ámbito de la harmonía, sirviendo de introducción al pensamiento musical pitagórico. En ella se fusionan, no obstante, elementos típicos aristoxénicos y pitagóricos.
  • Excerpta ex Nicómaco, una serie de diez fragmentos conservados parcialmente que fueron compilados por Jámblico y atribuidos a Nicómaco. Dichos fragmentos parecen y resultan ser “comentarios”, “anotaciones” o “apostillas”, que proceden de una lectura ajena, al tiempo que se evidencia en ellos una constante referencia y alusión a un texto nicomaqueo distinto del Manual de harmónica.
  • Theologoumena Arithmeticae (Θεολογούενα ἀριθμητικῆς), en dos libros, se ha conservado parcialmente por transmisión indirecta. Además de ser una de las mejores fuentes de información sobre el Neopitagorismo y sobre la propia filosofía nicomaquea, versa sobre la facultad de los números y sobre la dignidad y propiedades místicas de los diez primeros, en tanto que éstos son aplicados al origen y atributos de dioses y héroes.


OBRAS NO CONSERVADAS:

  • Introducción a la geometría (Γεωμετρικὴ εἰσαγωγή), partiendo de la obra homónima de Euclides, este tratado se iniciaría con axiomas hasta llegar, mediante un razonamiento deductivo, a una serie de teoremas.
  • Introducción a la música (Μουσικὴ εἰσαγωγή), en dos libros, fue probablemente esta obra más larga de Nicómaco.
  • Sobre astronomía (Пερὶ ἀστρονομίας), una obra cuya autoría no es aceptada por unanimidad por parte de la crítica moderna.
  • Sobre fiestas egipcias (Пερὶ ἑορτῶν Αἰγυπτίων), del que las fuentes indirectas citan el libro primero, versaría en torno a los problemas del calendario y al cómputo egipcio de festivales según las fases de la luna.
  • Interpretación de Platón (Пλατωνικὴ συνανάγνωσις), aunque de dudosa atribución, parece tratarse de un completo estudio de los escritos matemáticos de Platón, para lo que emplea el llamado procedimiento “metáfora según la analogía”.
  • Vida de Pitágoras, aunque no conservada, es factible acceder a la biografía de Pitágoras escrita por Nicómaco a través de Jámblico, en cuya obra se conservan secciones de la original nicomaquea.
Vida de Apolonio de Tiana, filósofo, matemático y místico griego de la escuela pitagórica considerado como la posible fuente directa del geraseno para la composición de la biografía de Pitágoras, dado que el de Tiana también redactó una vida del maestro.


DATOS RELACIONADOS CON SU OBRA

  • Sin duda, la característica más reseñable de la obra musical de Nicómaco es el doble estilo que presenta: por un lado, un estilo epistolar prácticamente único en la antigua teoría musical griega; y por otro, un estilo “popularizador”, en el sentido de que acerca los métodos y enseñanzas musicales al pueblo llano.
  • Aún así, el estilo reflejado en las obras nicomaqueas muestra un elevado conocimiento técnico y científico de las disciplinas tratadas, expresadas en una koiné con cierto gusto a la subordinación.
  • Su lenguaje es, la más de las veces, simple aun tratándose de contenidos sumamente técnicos. Este rasgo está justificado por el carácter didáctico que presentan sendos escritos.
  • Intercala, asimismo, la forma dialectal doria en los pasajes referidos a Filolao y a los preceptos básicos de la escuela pitagórica.
  • La fusión en su obra musical de los elementos típicos de las escuelas pitagórica y aristoxénica es un tópico de los tratados musicales griegos escritos entre los siglos II, III y IV d. C. Sin embargo, las formas de análisis a la manera de Aristóxeno son empleadas, corregidas, descritas y explicadas en términos pitagóricos.
  • El corpus musical nicomaqueo ha sido considerado como pieza proselitista de partidismo pitagórico.


TRADICIÓN

Más conocido como autor matemático que musical, Nicómaco pasó a la posteridad por su Introducción a la aritmética. El texto, que aparece en unos 44 manuscritos que abarcan desde el siglo X al siglo XV, ha sido publicado a lo largo de su historia por diversos hombres de letras. La primera edición corrió a cargo de Ch. Wechel en la ciudad de París en el año 1538; en 1817, en Leipzig, vio la luz la edición de Friedrich Ast, que incluía, además, la obra titulada Theologoumena Arithmeticae. Otras tres ediciones fueron publicadas en la misma ciudad a lo largo del siglo XIX: la de Gottfried Müller, en 1818; la de C. F. A. Nobbe, diez años más tarde; y la de Richard Hoche, en 1866.
Fue traducido por Apuleyo de Madaura, Boecio y Marciano Capela (De nuptiis Philologiae et Mercurio, VII).
Fue comentado por Jámblico, Asclepio de Tralles, Proclo, Filópono, Heronas y Sotérico.
Sin embargo, la enorme influencia de Nicómaco a través del Manual de harmónica no sólo contribuyó a que los escribas de época medieval hicieran algunas copias suyas, sino que también, gracias a su carácter popularizador, acercó los métodos y enseñanzas musicales y pitagóricas al pueblo llano. El tratado del geraseno sirvió de fuente a Jámblico para la composición de su De vita Pythagorica, en cuyas páginas reproduce prácticamente tal cual algunos capítulos de aquél. Sin embargo, es Bocio y su obra musical el mayor representante de la influencia de Nicómaco, ya que en Sobre el fundamento de la música no faltan las citas a su obra musical, tanto al manual como a su perdida obra mayor, ni los elogios a su talento.


TESTIMONIOS

Marin. Procl. XXVIII: ὅτι τῆς Ἑρμαϊκῆς εἴη σειρᾶς σαφῶς ἐθεάσατο (sc. Proclo) καὶ ὅτι τὴν Νικομάχου τοῦ Πυθαγορείου ψυχὴν ἔχοι ὄναρ ποτὲ ἐπίστευσεν.
Ps.-Luc. Philopatr. 12: καὶ γὰρ ἀριθμέεις ὡς Νικόμαχος ὁ Γερασηνός.
Focio transmite un resumen de Theologoumena arithmeticae: Phot. Bibl. Codex 187 (ed. I. Bekker).


BIBLIOGRAFÍA

I. Ediciones:
- Ast, F. (1817), Theologoumena arithmeticae. Ad rarissimum exemplum Parisiense emendatius descripta, Leipzig
- Gesner, M. (1746), Theologoumena grammatica, sive de laude dei per vocales, Göttingen.
- Hoche, R. (1866), Nicomachi Geraseni Pythagorei Introductionis Arithmeticae Libri II, Leipzig.
- Jan, K. von (1995), Musici scriptores Graeci (MSG). Aristoteles, Euclides, Nicomachus, Bacchius, Gaudentius, Alypius et melodiarum veterum quidquid exstat. Recognovit prooemiis et indice instruxit Carolus Janus. Annexae sunt tabulae (=Leipzig, 1895).
- Meibomius, M. (1652), Antiquae musicae auctores septem. Graece et Latine. Marcus Meibomius restituit ac notis explicavit, Amstelodami, I-II vol. Apud Ludovicum Elzevirium.
- Meursius, J. (1616), Aristoxenus. Nicomachus. Alypius. Auctores musices antiquissimi, hactenus non editi, Ioannes Meursius nunc primus vulgavit, et notas addidit, Lugduni Batavorum.
- Müller, G. (1818), Particula Nova Notitiae et Recensionis Codicum Manuscriptorum Qui in Bibliotheca Episcopatae Numburgo-Cizensis Asservantur, Leipzig.
- Nobbe, C. F. A. (1828), Specimen Arithmeticae Nicomacheae e Duobus Codicum Manuscriptis, Leipzig.
- Wechel, Ch. (1538), Nicomachi Geraseni arithmeticae libri duo. Nunc primum typis excusi in lucem eduntur. Parisiis, in officina Christiani Wecheli.

II. Traducciones:
- Barker, A. (1989), Greek Musical Writings, vol. II, “Harmonic and Acoustic Theory”, Cambridge University Press.
- D’Ooge, M. L, Robbins F. E. and Karpinski, L. Ch. (1926), Nicomachus of Gerasa. Introductio to Arithmetic, New York.
- Levin, F. R. (1994 [1967]), Nicomachus. Manual of Harmonics. Translation and Commentary, New York.
- Ruelle, Ch. E. (1881), Collection des autres grecs relatifs à la musique, Vol. 2, Nicomaque de Gérase. Manuel d’Harmonique, Paris.
- Zanoncelli, L. (1990), La manualistica musicale greca, Milano.

III. Otras referencias:
- Bower, Calvin M. (1978), “Boethius and Nicomachus: An Essay Concerning the Sources of De institutione musica”, Vivarium 16, pp. 1-45.
- Bravo García, A. (1979-1980), “Sobre un comentario anónimo a la Aritmética de Nicómaco de Gerasa y sus manuscritos en bibliotecas españolas”, CFC 16, pp. 27-40.
- Cassio, Albio C. (1988), “Nicomachus of Gerasa and the dialect of Architas, fr. 1”, CQ 28, pp. 135-139.
- Caveing, M. A. (1980), “A propos d’une récente traduction de l’Introduction Arithmétique de Nicomaque de Gérase”, AIHS 30, pp. 53-68.
- Chailley, J. (1956), “L’hexatonique grec d’après Nicomaque”, REG 69, pp. 73-100.
- Criddle, A. H. (1998), “The chronology of Nicomachus of Gerasa”, CQ 48 (1), pp. 324-327.
- Dillon, J. M. (1969), “A date for the death of Nicomachus of Gerasa?”, CR 19, pp. 274-275.
- Évrard, E. (1965), “Jean Philopon, son Commentaire sur Nicomaque et ses rapports avec Ammonius (a propos d’un article récent)”, REG 78, pp. 592-598
- Falco, Vittorio de (1922), “Sui trattati aritmologici di Nicomaco ed Anatolio”, RIGI 6, pp. 51-60.
- Fideler D. R., ap. Guthrie. W. S. (1988), The Pythagorean Sourcebook and Library:An Anthology of Ancient Writings which Relate to Pythagoras and Pythagorean Philosophy, Grand Rapids, Phanes Press.
- Furlani, G. (1931), “Le greggi del cielo babilonensi in un paso di Nicomaco di Gerasa”, SMSR 7, pp. 153-156.
- Guillaumin, J. Y. (1989), “La transformation d’une phrase du Nicomaque (Introduction Arithmétique, I 18, 2) chez Boèce (Introduction arithmétique, I 23)”, Latomus 48, pp. 869-874.
- Johnson, C. W. L. (1899), “The Motion of the Voice, ¹ tÁj fwnÁj k…nhsij, in the Theory of Ancient Music”, TAPhA 30, pp. 42-55.
- Kutsch, W. ed. (1959), Thabait b. Quarra’s arabische Vebersetzung der 'Ariqmhtik¾ e„sagwg» des Nicomachus von Gerasa, Beyrouth Impr. Cath.
- Levin, F. R. (1975), The Harmonics of Nicomachus and the Pythagorean Tradition, American Classical Studies, no. 1 University Park, The American Philological Association.
- McDermott, W. C. (1977), “Plotina Augusta and Nicomachus of Gerasa”, Historia 26, pp. 192-203.
- Meriani, A. (1995), “Un esperimento di Pitagora (Nicom. Harm. Ench. 6, pp. 245-248 Jan)”, MOUSIKE. Metrica ritmica e musica greca in memoria di G. Comotti, a cura di B. Gentili e F. Perusino, Istituti Editoriali e Poligrafici Internazionali (Studi di metrica classica, 11), Pisa-Roma, pp. 77-92.
- Pizzani, U. (1965), “Studi sulle fonti del De institutione musica”, SEJG 16, pp. 5-164.
_____(1982), “Una ignorata testimonianza di Ammonio di Ermia sul perduto Opus maius di Nicomaco sulla musica”, Studi in onore di Aristide Colonna, Perugia Ist. di Filol. Class., pp. 235-345.
- Westerink, L. G. (1964), “Deux commentaries sur Nicomaque, Asclépius et Jean Philopon”, REG 77, pp. 526-535.
- Youschkevitch, A. P. (1965), “Note sur les déterminations infinitesimales chez Thabit ibn Quarra”, AIHS 17, pp. 37-45.


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ARTE y COSMOVISIÓN

El arte, en uno de sus aspectos, constituye una vía de expresión de imágenes con las que el hombre puede explicar y comprender el mundo. La contemplación y reflexión en torno a la creación artística de una cultura suele revelar matices sutiles de la naturaleza humana que permanecen ocultos incluso a la más rigurosa indagación científica. Cuando observamos, por ejemplo, una escultura, sale a nuestro encuentro un silencioso canon estético que «legisló» la obra desde su concepción. Un conjunto de sentimientos y saberes individuales y colectivos que encierra el gesto grabado en la piedra; una forma que nos descubre un rasgo profundo del ser. Asimismo, la pintura siempre ha sido objeto de meditación, no sólo estética, sino también filosófica. Su máximo interés y desafío reside en la indisoluble paradoja que subyace a su esencia: plasmar una figura tridimensional en el plano, o, más aún, encerrar en la «cárcel» de la bidimensionalidad la compleja esfera de acciones, emociones y vivencias en la que se desarrolla la existencia humana.  De esta manera, en el camino que elige el pintor (en tanto portavoz, también, de su tiempo) para solventar esta paradoja, podemos encontrar también la vía que nos conduce al fundamento de una determinada cosmovisión.
         ¿Qué tienen, pues, en común la pintura y la cosmovisión? Todo. Esta última palabra[1] designa una «visión del mundo», una forma de ver la realidad[2]. En ambas encontramos dos elementos comunes que determinan su esencia: el sujeto que observa y el punto o «centro» desde donde observa. De la visión del pintor a partir de un punto determinado surge el «cuadro» (sea un lienzo, un fresco, o una representación rupestre); de la contemplación de la realidad desde un centro establecido surge una imagen del mundo (Weltbild)[3]. En conclusión, podemos decir que en el ser de la obra yace oculto el poder para desvelarnos un aspecto de la imagen total del mundo, para hacernos intuir, en el acto de contemplación, el espíritu de una época.

Imágenes del mundo
Como es de suponer, la imagen del mundo ha cambiado a lo largo de la historia. Cual si se tratase de la escenografía para el Theatrum Mundi de nuestra civilización, va condicionando e inspirando la actividad del hombre, así como las distintas formas de pensamiento de una cultura: sus expresiones religiosas, científicas y artísticas. Pero ¿qué es lo que, a su vez, origina ésta u otra imagen del mundo? Siguiendo con la analogía visual, podemos decir que el surgimiento de una imagen del mundo está determinado por el centro desde donde se percibe la realidad, por el «lugar» a partir del cual se proyecta el «telón de fondo» de la existencia. Este «punto de visión» colectivo[4], que se enriquece a lo largo de la historia por todo el acervo cultural y espiritual de un pueblo, suele ser inicialmente establecido por un individuo o grupo de individuos pensadores, sabios y filósofos, o, como en la antigüedad, por héroes civilizadores, reyes semidivinos o los mismos dioses. Constituye, asimismo, el núcleo de imágenes (a veces míticas y simbólicas, a veces históricas y racionales) que se le trasmiten al hombre desde su niñez para que pueda comprender su entorno y la realidad de su propia existencia.       
      Ya que en todas las grandes civilizaciones de la historia ha existido un «centro», un «lugar» de la conciencia colectiva que actúe como punto de visión de lo que se considera real, es preciso creer que también nuestra cultura moderna lo tenga. Pero ya que, paradójicamente, uno de los rasgos esenciales del momento actual es justamente la «ausencia de centro», es decir, la carencia de un ideal colectivo que impulse al hombre a actuar por encima de su propia visión de la realidad, quizá sea útil primero reflexionar sobre la forma como, en otras épocas, se concibió la idea de «centro».
      Siguiendo el hilo de la analogía con la pintura planteado inicialmente, dirijamos nuestra atención al arte del pasado… Tomemos, por ejemplo, el arte pictórico egipcio. A primera vista, nos encontramos con representaciones que aparecen al juicio del observador moderno como «primitivas». En algunos tratados de arte antiguo de hace algunas décadas era posible encontrar comentarios acerca de su «desconocimiento de la perspectiva», de la representación «dislocada» de la figura humana y la «irreal» yuxtaposición de objetos. Por suerte, dichas observaciones han sido pacientemente corregidas por el minucioso trabajo egiptológico de los últimos cincuenta años. Estas características peculiares de un arte, claro está, muy diferente al nuestro, dejan al descubierto otra esencia mucho más profunda de su visión del mundo. En un canon enfocado principalmente a la expresión de símbolos colectivos, y que no busca la realización de la percepción individual del artista, la elección de diferentes «puntos de vista» obedece a la necesidad de plasmar el ser de las cosas[5]. Se trata de la correspondencia artística de lo que H. Francfort denominaría la «multiplicidad de enfoques»[6]. Con este término, el célebre egiptólogo esclarecía la tendencia de los egipcios a explicar la realidad a través de varios mitos, todos, claro está, fundamentados en principios metafísicos unitarios. El centro de la cosmovisión egipcia, así como es el caso de la mayoría de culturas de la antigüedad, se funda en la imagen de un universo compuesto por las esferas de Cielo, Tierra e Inframundo. Al estar unidas estas tres dimensiones por un «eje» o axis mundi, el egipcio antiguo no sólo entiende su ser-en-el-mundo como una instancia temporal dentro de un constante ciclo de vida-muerte-renacimiento (como lo observaba en la naturaleza o en el curso simbólico del Sol), sino que concibe al mundo celeste (junto con los dioses y fuerzas cósmicas) como algo cercano y presente. Para él la vida en la tierra es real en la medida en que está interpenetrada por la sacralidad de lo divino. Esto explica una visión total del ser que diluía los límites entre religión, magia y arte. Es este eje o centro el que, sin duda, actúa como «punto de visión» a la hora de concebir el artista su obra. Se trata de una especie de «holocentrismo», es decir, «el centro en la totalidad»[7], que, aunque parezca una paradoja, constituye el fundamento de la visión antigua del arte y del mundo.
      Dentro de esta breve reflexión histórica, cuyo marco no nos permite ser muy exhaustivos, la cultura griega juega un papel relevante. Al analizar la cosmovisión de un pueblo, en cierta manera, se hace necesario plantear una «ontología del sujeto», es decir, describir la forma como el individuo (en tanto ser-que-observa-el-mundo) ha sido concebido a lo largo del tiempo. Al hablar de Egipto, y de las cosmovisiones «holocéntricas», destacábamos la poca importancia que se le confiere al yo, a lo individual; hecho que se refleja en la actitud anónima del artista que no busca plasmar su visión, y cuya obra tampoco está pensada teniendo en cuenta la posición del que la va a contemplar. En Grecia, aunque aún se mantiene el concepto de «centro»[8], encontramos ya una forma diferente de representación artística. Por primera vez (hecho que ya condenaba Platón en varios de sus Diálogos), se hace una concesión al sujeto que observa la obra. En la realización de la escultura no sólo se aspira a captar el ser de tal o cual dios, la realidad de esta o aquella cualidad humana, sino que se piensa también en función del sujeto que la contemplará (aiesthesis). De aquí surge todo un estudio del aparato visual que derivará en las diferentes correcciones ópticas que rodean la arquitectura y escultura griegas. Ictino y Calícrates, constructores del Partenón, diseñaron columnas curvadas hacia el centro, no equidistantes, y más anchas en las esquinas, así como un frontón arqueado y un estilóbato ligeramente convexo, con la finalidad de presentar al ojo contemplativo una totalidad armónica. También es legendaria la ligera deformación que Fidias le otorgara a su Atenea para «corregir» la reducción visual producida por la altura[9]. Asimismo, como demostró E. Panofsky[10], la pintura helenística ya conoció una forma de «perspectiva», en el sentido de una búsqueda de profundidad y una reorganización del espacio entorno a un eje vertical actuando como centro perspectivico. Sin embargo, aunque se trata de claras concesiones a la posición del observador, todas estas representaciones siguen, aún en la Edad Media, un sino común: el tratamiento del espacio como dimensión simbólica, no matemática o sistemática.
      A grandes rasgos, podríamos decir que a lo largo de la Edad Media la identificación de Dios con la idea de Ente Supremo crea los fundamentos para una imagen del mundo teocéntrica. Aunque esta breve definición no pueda hacer justicia a mil años de historia en los que el pensamiento filosófico-cristiano fue construyendo una compleja visión del mundo, al menos nos sitúa ante un hecho: el ser, en tanto presencia de lo divino y real, que en la Antigüedad es concebido y percibido como algo consustancial e inmanente a nuestro mundo, se abstrae a una forma trascendente, lejana y elevada. Esta imagen constituye una clara escisión y radicalización de la «diferencia ontológica» (es decir entre el ser y su manifestación) que, en general, fue ajena al hombre antiguo. Sobre este presupuesto metafísico se asienta un arte como el gótico, en cuyo fundamento se concibe el espacio como dimensión simbólica y la luz como materialización de lo divino[11]. La creación de los interiores en las catedrales, en las que domina una luz filtrada por las vidrieras, evade aún cualquier referencia objetiva al espacio real, propiciando una atmósfera de ingravidez y elevación. Las pinturas, impregnadas también de simbolismo, evitan cualquier referencia al espacio natural, a la realidad, que remita al observador al terreno de lo profano. En suma, el arte gótico desprecia la composición en referencia a un solo punto de vista, anulando cualquier posible visión individual tanto del artista como del espectador[12].

La visión moderna del mundo
Llegamos, tras esta breve reflexión, a la Edad Moderna, período de «madurez racional» de la cultura occidental. Esta nueva etapa de la historia centra sus esfuerzos en «el dominio técnico de la naturaleza mediante el desarrollo de la ciencia»[13], para posibilitar «la invención de una infinidad de artificios» con el fin de gozar «sin ningún trabajo» de los beneficios de la tierra, y para mejorar «la conservación de la salud», como mayor bien del hombre[14]. El rasgo que la caracteriza es «una actitud que no mira ya al pasado para reactualizarlo en el presente, sino que vive con entusiasmo las posibilidades de futuro»[15]. Con esta definición, es apenas claro que esta drástica transformación de la imagen del mundo, de la concepción de la realidad, presuponga un cambio del centro o punto de visión que imperaba hasta entonces. ¿Qué instancia decisiva operó dicho cambio? Sin duda alguna, la visión moderna de la existencia se sustenta en el presupuesto filosófico de Descartes (el ego cogito) que sitúa al sujeto como observador omnipotente del mundo que le rodea. La deificación de la razón como principal vía de conocimiento, y del yo como agente de dominio sobre la naturaleza y el entorno, creó el fundamento para el posterior despliegue de la era racional-científica.
      Aunque este momento «gozne» en el pensamiento occidental parezca, a primera vista, reposar en la actitud asumida ya por el hombre renacentista, es importante demarcar los presupuestos metafísicos que motivaron el humanismo. En su origen, el proyecto humanista había logrado situar al hombre entre el cielo y la tierra, entre los dioses y las bestias, para devolverle su dignidad y conferirle el poder de crear y modelar su destino. En analogía al arte, esta posición, que le otorgó al uomo de nuevo la confianza para investigar el mundo al margen de los dogmas cristianos, fue a su vez el punto de partida para el descubrimiento de la perspectiva. La creciente visión matemática y realista de la naturaleza hizo posible la creación de un sistema. Alberti, (y posteriormente también Da Vinci y Durero) experimentó con la focalización del punto de visión, definiendo la pintura como «intersección de la pirámide visual»[16]. Se configuraba así una renovada imagen de la realidad que «satisfizo la nueva identidad del hombre como sujeto central de su mundo, que podía contemplar y comprender, controlar y gobernar racionalmente»[17]. Desde este enfoque, bien podríamos afirmar que el cambio de visión del mundo se auguraba ya con el operar de estas transformaciones. Sin embargo, aunque a partir del Renacimiento se pueda contemplar al hombre como «centro» y concebir la perspectiva «como una sistematización del mundo externo» o «como la expansión de la esfera del yo»[18], es preciso matizar que el proyecto humanista no concibió al hombre como un sujeto de dominio. Las aspiraciones principales de los impulsores de la era renacentista se centraban en formar al hombre en toda su humanitas para despertar su conciencia de inmortalidad y en reactualizar su acervo filosófico para potenciar su despliegue espiritual. El «yo ideal» que proyectaron era un ser consciente de su unión con la naturaleza y demás seres vivos, ávido de conocer los misterios de la creación sólo en función de comprender la complejidad de la esencia humana y la dimensión trascendente de la existencia.
      Así, pues, el sujeto cartesiano es, sin duda, de diferente índole que el uomo universale, y que el hombre (en tanto «centro de la existencia») pensado por Ficino y Pico della Mirándola[19]. Pues su presupuesto metafísico entronca con una característica propia de separatividad y escisión con respecto a la naturaleza y a «lo otro», como objeto. Sólo de un sujeto separado de su realidad circundante puede surgir una ciencia cuyo fin histórico se nos desvele (ya al final de la era moderna) como poder de dominio e instrumentalización de la naturaleza por el hombre y, en última instancia, del hombre por el hombre[20]. Al respecto, dos frases de E. Schrödinger ilustran un aspecto de la esencia de la ciencia moderna como destino histórico:

La mente ha construido el objetivo mundo exterior fuera de su propia sustancia. La mente no ha podido abordar esta gigantesca tarea sin el recurso simplificador de excluirse a sí misma, de omitirse en su creación conceptual. De donde se deduce que tal creación no contiene a su creador[21].
Tal es la razón de que la visión científica del mundo no contenga, en sí misma, valores éticos ni estéticos, ni una palabra acerca de nuestra finalidad última, o destino, y nada de Dios, si lo prefieren[22].

      Es un hecho que el mundo que hemos creado está fundado tan sólo en una de las posibles formas de ver la realidad. Cual escultores, hemos seguido un modelo determinado a partir de un pensamiento. Y ahora, al final del destino de este «proyecto», comprobamos que, a partir de la imagen de un «yo» separado de «lo otro»; de un sujeto que ve la vida y todo lo que contiene, como objeto; de una individualidad creciente que amenaza con destruir lo que tiene el hombre de colectivo, sólo puede moldearse un mundo egoísta, desprovisto de valores éticos y estéticos, en el que únicamente lo que se pueda medir o pesar tiene realidad tangible, en el que las Ciencias del Espíritu sobreviven como extrañas e indeseables huéspedes.
      A la luz de esta idea, tampoco ha de sorprendernos que ya desde Hegel se haya augurado la «muerte» del arte, y que, cuanto más avance la Modernidad, más se «estetice» la existencia en detrimento de la esencia de la obra como elemento que nos remite a algo trascendente. La funcionalización e instrumentalización de los procesos artísticos, relacionadas con la industrialización de la vida, traen consigo una pérdida constante de esencialidad, pues el mismo espíritu de progreso que tecnifica y masifica el arte como producto, le sustrae a este su poder ontológico de irrepetibilidad e intemporalidad.

El «destino» del sujeto moderno
Sería muy triste y desesperanzador comprobar que nuestra civilización moderna estuviera irremisiblemente abocada a aceptar ese presupuesto cartesiano como único destino histórico. De ser así, al planeta probablemente no le quedarían muchos decenios de vida; pues la proyección a futuro de la actitud esencial de la Modernidad (en tanto diferenciación de sujeto y objeto) nos llevaría, primero, a agotar al planeta-objeto como «despensa» de recursos, y luego, cuando esto suceda, a destruir «al otro» por erigirse en una creciente amenaza contra las propias necesidades. Pero ¿qué panorama nos encontramos en el siglo XXI? Aparentemente hemos asistido en la última centuria a la destrucción de no pocas instancias de la vida humana. Dos Guerras Mundiales, revoluciones sociales, ruptura de paradigmas científicos, disolución de los cánones estéticos, fragmentación, absurdo, agnosticismo y escepticismo son apenas algunos ejemplos de las transformaciones que operaron a lo largo del siglo en todas las esferas de la cultura. Si esto es así, ¿habría alguna razón para ver el futuro de forma optimista? La clave para una perspectiva de futuro quizá pueda deducirse, si seguimos la analogía, analizando el destino del sujeto moderno.
      Si tomamos el concepto filosófico de «destino» (ya señalado por Heidegger) como un «proyecto», es decir, como una meta colectiva que se traza la humanidad para cumplir su finalidad histórica, debemos aceptar que el destino del sujeto cartesiano (que funda la Modernidad) debe primero cumplir su «final proyectado» antes de ceder paso a otra visión, a otro camino histórico que emprenda nuestra civilización, guiada por una nueva imagen del mundo. Pero si la esencia metafísica del ego cogito se fundamenta en la división primordial del sujeto, con respecto al objeto, podríamos decir que el «destino» de ese sujeto se consumará en la medida en que tome conciencia de su radical separación, es decir, en el momento en que, completamente desarrollado en la plenitud de su individualidad, el sujeto reconozca la ilusión de su «yo» separado de «lo otro» y destruya la aparente realidad que lo erigió como tal.
          Es ésta la imagen del mundo que se viene formando desde principios del siglo XX, cuando, a la vista de las observaciones de la física cuántica, empezó a desmoronarse la «misteriosa frontera que separa al sujeto del objeto»[23]. Sin embargo, esta es apenas la constatación científica de una «disolución» del sujeto que ya anunciaría poéticamente Rimbaud[24], filosóficamente Nietzsche[25], en el campo de la psicología profunda Freud[26], y que las recientes investigaciones neurocientíficas de R. Llinás, apuntando al «yo» como una construcción ilusoria del cerebro, han confirmado[27].
      Ahora bien, ¿qué nos dice el arte moderno acerca del sujeto? Si tomamos como referencia el paradigma de la perspectiva como «centramiento del sujeto» (es decir, como representación pictórica de la realidad a partir de un punto subjetivo), lo que nos muestra el arte desde el impresionismo y, sobre todo, en los inicios del siglo XX es una creciente ruptura de la perspectiva o, lo que es lo mismo, un descentramiento paulatino del sujeto. Desde este enfoque, los alcances de la abstracción pueden considerarse visionarios, pues tanto el cubismo como la ruptura del figurativismo, constituyen en ese sentido intentos de una des-subjetivización de la percepción estética, de una inclusión de la esfera de lo trascendente. Y sin embargo, el hecho de que la novedad (signo inequívoco de la era moderna) siguiera rigiendo las tendencias artísticas, y que la creación esté cada vez más dominada por las marcadas peculiaridades del individuo, es una clara señal de que el sino cartesiano aún no ha sido superado del todo.

¿Una nueva «imagen» para el siglo XXI?
A partir de este panorama, podemos afirmar que para la construcción de un futuro viable para la humanidad es imprescindible la conformación de una nueva imagen del mundo, de la cual nazca una respectiva cosmovisión. Hemos visto que la visión del mundo cambia según los modelos que construyen las culturas: «holo-centrismo», «teo-centrismo» o «antropo-centrismo»… Pero ¿dónde se deberá situar el «centro» de nuestra civilización actual? En la presente hora parece cobrar cada vez más importancia la alteridad, la pluralidad, la colectividad. Y aunque no se hable exactamente de valores, se intuye ahora el resonar natural del péndulo de la historia que reclama una diferente realidad para el hombre. Todos estos son, sin duda, signos que presienten la aurora de una nueva época. El sujeto, hastiado de «yoismos», de «dominio», de «control» sobre los otros, empieza ya a aborrecer esa desolada cárcel de egoísmo que con su propio esfuerzo levantó, a reconocer la irrealidad de su «yo» y, a la vez, la grandeza de su espíritu. Tal vez por eso, nunca antes en la historia de Occidente fue tan necesaria una nueva ética y una educación que desarrolle en el ser las potencialidades que lo hermanan con algo superior, con su esencia más trascendente y espiritual.
      Las teorías positivistas del siglo XIX describieron la historia de la humanidad como una evolución del hombre en función de la conquista de su mayoría de edad, en tanto sujeto racional. Sin embargo, la experiencia de siglos nos hace más bien pensar que, a lo sumo, apenas nos encontramos atravesando la desagradable y delicada etapa de adolescencia. La historia moderna, vista desde este breve planteamiento, ha implicado una «conformación», «entronización» y «disolución» del sujeto racional. Quizá, después de esto, la experiencia nos faculte ya como humanidad para superar el juego de la razón, para cuestionar los dualismos de la mente y para dudar, metódicamente, de la aparente realidad de nuestro «yo». Tal vez esta sea la era en la que el hombre centre su mayor esfuerzo en los logros inmateriales pero trascendentes, en la conquista de sus instintos más atávicos, en el dominio de las facultades superiores de la conciencia; quizá, entonces, alcancemos una «mayoría de edad» en relación con nuestra razón, y consigamos, por mérito propio, la verdadera imagen de dignidad que los renacentistas soñaron para el hombre.
      Nuestro siglo probablemente vea nacer una nueva visión de la realidad. Y aunque es difícil saber dónde estará el «centro» de la civilización futura, sólo tenemos ahora una certeza: la nueva imagen del mundo deberá proyectar al ser humano muy por encima de la limitante y limitada esfera de su «yo».





[1] Del alemán Weltanschauung (Welt= «mundo» y Anschauung= «visión»).
[2] Una «idea del mundo», que puede ser individual o colectiva, trascendente o profana, constituye el pilar sobre el que, de forma consciente o inconsciente, el hombre estructura su escala de valores y, por ende, su experiencia vital.
[3] Cuadro e imagen del mundo pueden ser concebidos aquí bajo un mismo concepto metafísico, el de ειδος («idea», «imagen», «visión», «aspecto») que, en tanto arquetipo o imagen primordial, conforma el modelo ideal hacia el que el hombre conduce su acción (artística o existencial).
[4] «Punto» que, a la luz de los estudios realizados por la moderna antropología y psicología del inconsciente, coincide con el «centro-conciencia» del hombre.
[5] En la representación de la figura humana, por ejemplo, se escogían los ángulos de visión que mejor trasmitiesen la esencia de la persona: rostro en perfil, ojo de frente, brazos y piernas de lateral y hombros de frente. En el caso de las pinturas que recrean numerosos objetos (mesa de ofrenda, paisajes) se evitaba la superposición, intentando reflejar la totalidad de los elementos presentes.
[6] Henri Francfort, La religión del antiguo Egipto. Barcelona: Ed. Laertes, 1998.
[7] Es decir, una visión del mundo fundada a partir de la esencia trascendente de las cosas, de su relación con la totalidad.

[8] Reflejado, por ejemplo en el símbolo del «Omphalos» u «ombligo del mundo», a partir del cual, según cuenta el mito, surge la totalidad de la creación.
[9] Hecho que encontraremos, de forma aún más marcada, en el David de Miguel Ángel.
[10] Erwin Panofsky, La perspectiva como forma simbólica. Barcelona: Tusquets Editories, 2010.
[11] La luz, considerada como un símbolo de Dios, establece un orden entre los hombres y, por ende, constituye una posibilidad de ascensión hacia lo divino (Víctor N. Alcaide, La Luz, símbolo y sistema visual. Madrid: Ediciones Cátedra, 1981. Pág. 74).
[12] Víctor Nieto Alcaide, Op. cit. Pág. 62
[13] Diego Sánchez Meca, Diccionario de Filosofía. Madrid: Aldebarán Ediciones, 1996.
[14] René descartes, Discurso del método. Madrid: Alianza Editorial, 2006. (Cap. VI)
[15] Diego Sánchez Meca, Op. cit.
[16] León Battista Alberti, De la pintura y otros escritos sobre arte. Madrid: Editorial Tecnos, 2007.
[17] León Battista Alberti, Op. cit. (Pág. 24)
[18] Erwin Panofsky, Op. cit. (Pág. 49)
[19] Esta afirmación se apoya en la naturaleza misma del «sujeto» ficiniano, cuyo centro de acción (de haber sobrevivido el Renacimiento) se habría encaminado principalmente hacia el desarrollo de sus potencialidades espirituales, a través de la «magia natural», y no del despliegue único de la razón como objeto de dominio y poder científico-técnico.
[20] De hecho, como ya anunciaría Heidegger, sólo donde se concibe el mundo como imagen puede darse una imagen del mundo. Es decir que sólo en la Modernidad (y no otra época), por ser el único momento histórico en que el hombre se convierte en «espectador», aislándose de la totalidad, puede él contemplar el mundo, desde fuera, como imagen. (Cfr. «La época de la imagen del mundo» en Caminos de bosque. Madrid: Alianza Editorial, 2010. Pág. 74).
[21] Erwin Schrödinger, Mente y materia. Barcelona: Tusquets Editores, 2007. (Págs. 60, 61).
[22] Erwin Schrödinger, La naturaleza y los griegos. Barcelona: Tusquets Editores, 2006. (Pág. 127).
[23] Erwin Schrödinger, Mente y materia… Op. cit. (Pág. 68).
[24] «Yo es otro». En la Carta de Arthur Rimbaud a Georges Izambard. Charleville, mayo de 1871.
[25] «El yo (…) se ha convertido en  fábula, en ficción, en  juego de palabras». En El ocaso de los ídolos. Madrid: Edimat libros, 2003. (Pág. 74)
[26] Refiriéndose al descubrimiento de la dimensión del inconsciente: «El hombre ni tan sólo es dueño y señor de su propia casa: en su interior hay fuerzas impulsivas que gobiernan su voluntad y que él desconoce, sólo tiene información escasa y fragmentaria sobre lo que pasa fuera de su conciencia en la vida psíquica». En Introducción al psicoanálisis. Madrid: Alianza Editorial, 2007.
[27] Rodolfo Llinás, El cerebro y el mito del yo. Bogotá: Editorial Norma, 2002.

ARTE, MITO y MODERNIDAD

Después de la caída del Mundo Antiguo en Occidente, han sido varios los intentos de reivindicar el poder simbólico del arte y su relación con la vivencia colectiva de lo sagrado a través del mito. Dos de los más relevantes fueron el Renacimiento italiano (entre los siglos XV y XVI) y el Neoclasicismo, seguido por el Romanticismo europeo (durante el siglo XIX). El primero de ellos, influenciado por el humanismo florentino, centró su esfuerzo en el rescate (a través, principalmente, de las traducciones de Marsilio Ficino) de textos filosóficos y herméticos que se habían perdido para la tradición occidental. La mayoría de Diálogos platónicos, el Corpus hermeticum, así como varios textos del neoplatonismo alejandrino, trajeron a la Europa del Cinquecento un acervo cultural y filosófico que la llevaría a encontrar en el pasado sus propias raíces, además de una gran fuente de producción artística. El segundo, marcado por el pensamiento filosófico idealista, se caracterizó por una «grecomanía» imperante (la tendencia a buscar en el pueblo heleno modelos humanos y éticos), que repercutió en el desarrollo de los cánones estéticos del arte «romántico», así como en las ideas filosóficas, no sólo de idealistas como Hegel, Kant, Fichte o Schelling, sino también de figuras singulares como Nietzsche, cuyo eco llegaría hasta el siglo XX. En ambos casos, la historia parece mostrar que el ser humano, una y otra vez, ha sentido la necesidad de reencontrar su origen en los elementos mitológicos que le son propios y de aprehenderlo a través del estudio y la interpretación hermenéutica y filosófica del legado de la antigüedad. Teniendo en cuenta la trascendencia que este período romántico tuvo para el desarrollo del arte, nos detendremos un momento a reflexionar acerca de algunos aspectos de ese último gran —y a nuestro modo de ver, inconcluso— intento de construcción de una «mitología viva» a través del arte, con el fin de entresacar elementos que aporten conceptos en el ámbito estético de la actualidad.

El arte y la religión
En la Antigüedad, como es bien sabido, la línea imaginaria que separa los ámbitos de la religión y el arte como esferas de valor de la cultura, no estaba tan marcada. Por ejemplo, en un género artístico como la tragedia griega encontramos innumerables elementos rituales, tantos más numerosos cuanto más atrás en el tiempo: el concepto de «fiesta sagrada», la procesión ritual, el altar del dios en el centro de la orkestra, etc. Asimismo, una expresión religiosa tan neta del helenismo como el culto de Apolo, era impensable sin la práctica de la música y la poesía de los peanes que revivían escenas mitológicas del dios. Arte y religión estaban, pues, unidas por un concepto que las superaba: el rito, la ceremonia, comprendidos como la «puesta en acción» de determinados «símbolos vivos» que, en ambos casos, cumplían una finalidad similar: la experiencia de lo sagrado; el reencuentro con la propia esencia, con los demás seres, con la Naturaleza y con la divinidad. Ahora bien, si tenemos en cuenta que, en uno de sus aspectos, el arte puede ser entendido como el medio a través del cuál los símbolos religiosos cobran vida, expresando y haciendo comprensible una realidad intangible a nivel racional, veremos que los siglos posteriores a la Época Clásica (que abarcan gran parte de la Edad Media hasta nuestros días) describen —salvo algunas excepciones— una creciente escisión de ambas esferas, demarcada en gran medida por el racionalismo y la secularización del mundo occidental. Dentro de este contexto no es, pues, extraño el hecho de que uno de los ideales del Romanticismo consistiera precisamente en el anhelo de restablecimiento de dicha unión originaria entre el arte y la religión.
Ya a finales del siglo XVIII el poeta alemán Novalis lo formuló así: «Poeta y sacerdote eran uno al principio, y sólo en tiempos posteriores se separaron (…) ¿Y no debería el futuro hacer renacer la antigua condición?». El mismo Schiller traduce esta escisión al campo de lo humano; según él los hombres modernos «hemos proyectado en los individuos la imagen de la especie… pero rota en pedazos (…) Hasta tal punto está fragmentado lo humano, que es menester andar de individuo en individuo preguntando e inquiriendo para reconstruir la totalidad de la especie»1. Otros escritos de este poeta, que apelaban a seguir los modelos éticos de los griegos, sumados a las reflexiones de Schelling, que ponían de manifiesto la necesidad de retornar a un pensamiento mitológico (en su Filosofía de la Mitología, de 1842), así como el invaluable trabajo de investigación y catalogación de la mitología germana, realizado por Jakob y Wilhelm Grimm, derivarían en la necesidad colectiva de «dar vida» nuevamente a figuras mitológicas.
No obstante, este anhelo no estaba exento de una cierta dicotomía en su relación con la institución religiosa. Al respecto, escribía Schiller a Goethe: «Virtualmente encuentro en la religión cristiana todas las tendencias a cuanto hay de más sublime y noble; en cuanto a las diferentes formas que asume en la vida, me parecen tan repelentes (...) sólo porque no constituyen sino erróneas representaciones de lo que en ella hay de sublime»2. En su reflexión percibían los primeros románticos la escisión de ambas esferas de la cultura, así como el natural anquilosamiento del poder simbólico que toda religión puede sufrir con el paso del tiempo. También Richard Wagner, alentado por la lectura atenta del libro de Schelling, se hacía eco de este pensamiento al afirmar que cuando una religión se hace artificiosa, «está reservado al arte el salvar el núcleo sustancial, penetrando los símbolos míticos»3.
En suma, vemos en todas estas «voces» un ambiente renovador que, ante la imposibilidad de transfigurar las formas religiosas, quiere ver en el arte una nueva forma de religión. Las condiciones, aparentemente, estaban dadas para que surgieran «nuevos profetas», y para que las artes y sus creadores hicieran la gran obra de redención del género humano. En tal punto de los acontecimientos, entró una figura polémica y arrolladora en escena: el joven Nietzsche. Para entonces, frecuentaba la compañía de Wagner y antes de sacar a la luz su primer libro4, había pasado muchos días al lado del músico, reflexionando sobre el destino del pueblo alemán. A juzgar por el pensamiento del Wagner de aquella época y las osadas tesis que el joven filólogo publicaría poco tiempo después, podemos imaginar que en sus conversaciones ocupaba un lugar muy importante el futuro de Europa como simiente para una nueva humanidad. Y es un hecho significativo que en el centro de la discusión estuviera la tragedia griega como modelo para un nuevo arte: el drama alemán. Pero este no se trataba sólo de un proyecto artístico, sino de una especie de nueva puesta en escena del «dionisismo», del más puro espíritu de la religiosidad griega, esta vez trasladada a una mitología local, con dioses y héroes germanos. La obra de arte que nacía, de nuevo a partir del seno de la mitología, debía convertirse, a su vez, como una forma de «religión». Nietzsche, en su libro, habla claramente de una nueva «edad trágica» para el espíritu alemán, de un retorno a la «fuente primordial de su ser», inspirado en la «alta gloria» de un pueblo, el griego, al que necesitarían más que nunca ahora que estaban «asistiendo al renacimiento de la tragedia»5. Así, entre el fructífero ambiente artístico y la benévola sustentación filosófica, nacía para Alemania (y, con ella, para Europa) el nuevo concepto de lo trágico. Como si se tratase de un poietes, de un «creador» de mitos de la Antigüedad, Wagner forjó una «nueva mitología» a partir de leyendas germanas de la Edad Media (Tannhäuser, Parsifal, Lohengrin, etc.), enlazadas con mitos nórdicos pertenecientes a los Eddas (El anillo de los Nibelungos).

El mito en escena
No ahondaremos ahora en el estudio de las obras wagnerianas ni en su indudable repercusión artística y estética. Seguiremos, sin embargo, el hilo nuestra reflexión destacando el siguiente hecho: a la luz de la numinosidad (es decir el «poder arquetípico») que ostenta per se una figura mítica, el acto de poner en escena símbolos colectivos tan poderosos como, por ejemplo, dioses del antiguo panteón nórdico (Wotan, Frigga, Thor, etc.), o héroes medievales «semidivinos» (Lohengrin, Parsifal), podría tener una trascendencia ontológica equivalente a la que tuvo la tragedia griega, en tanto acto cercano al ritual. Sin embargo, nuestra visión en perspectiva de más de un siglo nos permite concluir que ni la «obra de arte total» wagneriana, hija de todos los anhelos de utopía estética del romanticismo, ni las figuras divinas que ella encarna, han tenido el alcance religioso que se esperaba, no obstante haber mantenido intactos sus rasgos psicológicos y su influencia «catártica». Hoy en día podemos asistir a una representación del Anillo wagneriano y constataremos que la aparición en escena del dios Wotan no causa en el público ese efecto de «terror sagrado» ante el mysterium tremendum que sentía el ateniense al ver al imponente Zeus; o la figura de Frigga, que encarnaba uno de los aspectos de la ancestral Diosa Madre, difícilmente despertaría en nuestros espectadores modernos el amor y la devoción que un griego medio profesaba por Atenea o Deméter.
Y aquí llegamos al planteamiento central de nuestro análisis: la idea de que la representación artística no puede sustituir al acto religioso, pues es, en su aspecto ideal, una expresión visible del sentimiento místico, un medio a través del cuál el hombre puede acceder a una vivencia religiosa, mas no una vía religiosa en sí. Asimismo, los símbolos que utiliza una representación artística (sean cuales sean) producen un efecto religioso o «místico» en el público, sólo en la medida en que éste tenga un vínculo cognitivo y, principalmente, afectivo, devocional y tradicional con aquellos. Su efectividad depende, pues, del mito como un acto vivo, sustentado por la fuerza activa y constante de la práctica religiosa. Así, por ejemplo, lo que movía al griego en su vivencia «mística» era un profundo sentimiento sagrado de amor y devoción hacia los dioses, aquellas fuerzas de la naturaleza, la vida y el cosmos, que representaban de forma ideal (W. F. Otto).
Estamos, pues, en pleno, ante los síntomas de un mundo «desmitificado» o «desmagificado» (M. Weber), en el que nuestra «conciencia mitológica» y poder imaginativo ha menguado sustancialmente frente al de nuestros antepasados (C. Jung), y en el que prolifera el culto a nuevos mitos «descralizados» (M. Eliade) como el «tumulto solidario del deporte, o el fanatismo de las manifestaciones políticas» (H. G. Gadamer)6. Se plantea, entonces, la inevitable pregunta: ¿Podremos (o querremos) algún día revertir el proceso histórico que nos alejó de aquel origen que, una y otra vez, parecemos buscar? ¿No estaremos ahora, de nuevo, allí en ese punto indefinido de los ciclos históricos en el que la voz de nuestra conciencia colectiva (que muchos filósofos y pensadores ya vienen escuchando y poniendo en palabras desde hace décadas) parece llamarnos a hacer un alto en la vertiginosa carrera hacia el «progreso» material y tecnológico, y a echar mano del legado del pasado para «salir del vórtice» y retomar de nuevo la evolución, esta vez desde un punto de vista más humano y espiritual? En respuesta a estos interrogantes, quizá nuestra presente generación de artistas deba ser aún más osada que los románticos, y tomar como fuente de sabiduría no sólo a los griegos sino a todas las grandes culturas que han existido (Egipto, Mesopotamia, China, la India), y en cuyo modelo civilizatorio el arte y la religión han estado, fieles a la naturaleza que les es propia, en función de un fin único: la evolución moral y espiritual del hombre. Y así, si Wagner, el hijo del romanticismo, sostuvo en su momento que «un verdadero arte sólo puede florecer en el terreno de un verdadero hábito moral», que nosotros, en la aurora del nuevo milenio, podamos decir que «un arte verdaderamente nuevo sólo puede nacer en el seno de un mito vivo, de la vivencia real de lo Sagrado».



NOTAS:
[1] Schiller, Friedrich. Über die ästhetische Erziehung des Menschen (En: Escritos sobre estética. Ed. Tecnos, Madrid, 1991. Pág. 112.
2 Citado por Wagner: R. Wagner, Religión y Arte. (En Sämtliche Schriften und Dichtungen, Band X, C.F.W. Siegel, Leipzig, 1871.)
3 R. Wagner, Religión y Arte. (En Sämtliche Schriften und Dichtungen, Band X, C.F.W. Siegel, Leipzig, 1871.)
4 El Nacimiento de la Tragedia.
5 Nietsche, Friedrich. El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 2007. (pag. 168)
6 Gadamer, Hans Georg. Mito y Razón. Paidós Studio, Barcelona, 1997. Pág. 61.